La Mochilera
Durante la peregrinación, cayó sobre su espalda una mochila. Hizo que ella trastabillase y tropezase un sinfín de veces hasta que se acostumbró al peso y a la idea de llevar un amigo más, aparte del alma pesada y los libros en las manos. Su nuevo acompañante carecía de flexibilidad, era inerte y ni siquiera conversaba con ella. Se hastió de llevar esa gran incomodidad en su espalda, e intentó quitársela reiteradas veces; en vano.
Con el pasar del tiempo, las lluvias del mes y la humedad de los sitios que visitaban juntos, su curioso y callado acompañante comenzó a adoptar la forma de los valles y las mesetas de su espalda; gracias (¿gracias?) a las precipitaciones, largas enredaderas floridas comenzaron a descender por la cintura de la anfitriona, enroscándose en sus caderas, en sus piernas y amarrandose final y firmemente en los dedos de sus pies. Su cabellera llovió sobre la parte superior de la mochila e inventó la noche que aliviara su peso. La larga caminata y los abriles reflexivos obligaron a unirse y a asociarse a la niña a la mochila, tanto que la forma original de la primera cedió. Con su metamorfosis, el tiempo hizo de la pequeña el convexo y de la mochila el cóncavo. Tal para cual.

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